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Rosa y verde

¿Héroe o villano? El fútbol profesional te otorga o te arrebata un todo en un minuto. Héroe. Recuerdo los dos instantes de mi vida que...

6 de nov. 2018

Maletas

–Quiero morirme en México.
         –¿Qué estás diciendo, abuela?
         –Quiero morirme en México.
         –Sí, sí, eso ya lo he escuchado la primera vez, pero… ¡Si tú no has estado nunca allí!
       –Quiero que bailéis sobre mi tumba, que derraméis vino encima de mi nicho, que lo ensuciéis con restos de patatas fritas.
         –¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? Ha sido Lupita ¿verdad? Últimamente pasas demasiado tiempo con ella.
         –Paso todo el tiempo. Es quien me cuida. Te olvidas de que soy una vieja y de que si no fuera por ella…
         –Abuela, no empieces otra vez, por favor.
         –Lupita me guiará en el viaje.
         –¿Te refieres a la muerte? ¡No digas eso! ¡Aún te quedan muchos años!
         –No, me refiero a cruzar el Atlántico. Ella sabe de un lugar al que podemos ir.
         –¿Has hablado de esta locura con ella?
         –Pues claro ¡Y no me faltes al respeto, niña, que esto no es ninguna locura!
      –Sí lo es. Creía que hablabas de una idiotez que se te estaba ocurriendo en este momento. Me has dicho que te gustaría ir allí, no que irías…
         –Es lo mismo. ¿A ti que más te da?
         –No, son cosas bien distintas.
         –Me voy mañana.
         –¿Cómo?
         –Por la mañana. Tengo las maletas ahí preparadas. No te has dado ni cuenta. ¿Cómo no iba a irme a ninguna parte, eh? Hace tiempo que ya no ves nada. Hace demasiado que nadie me ve.

         Blanca miró hacia el pasillo y descubrió el voluminoso equipaje. ¿Cómo no se había percatado antes? Había estado allí todo ese tiempo. Justo en la entrada. ¿Cómo había podido pasar hasta el salón sin tropezarse? Se levantó de forma brusca del sofá y se dirigió a la cocina. Aquello no podía ser verdad. Era una de esas escenas del hogar, cómo las que le ofrecía su madre de tanto en cuando. Aquellos episodios que solo pretendían llamar su atención. No. Lo que estaba pasando era diferente. La despensa estaba vacía. La nevera desconectada y limpia. El cubo de la basura no tenía bolsa y el perro… ¿Dónde estaba Roni? ¿Qué había hecho su abuela con el animal?

         Dejó de respirar con normalidad. Se debatió entre ir a buscar su inhalador o correr hacia la habitación de su abuela. Optó  por lo segundo. Allí comprobó como todo seguía en su lugar. Respiró con suavidad, intentando serenarse… “Han sido imaginaciones mías”, se dijo. Pero… al abrir los armarios… sintió terror. No contenían absolutamente nada.

         –Abuela… no puedes irte.

         Nadie replicó su orden. Volvió al recibidor.

         –¡Diooooosssssss mío!
         
          Las maletas no estaban. Habían desaparecido y, en su lugar, había bolsas de basura de medida industrial, apiladas, que contenían la ropa de la difunta.

         Solo habían pasado dos semanas. La casa aún olía al perfume cargado y dulce de Lupita.

13 d’abr. 2017

Campos de tréboles

Campos de tréboles

No lo busqué. De la misma manera que con ocho años de edad, volviendo de la escuela, atravesando el parque que separaba mi casa del colegio, me di de bruces con un trébol de cuatro hojas que se convirtió en mi inseparable amuleto. De ese idéntico modo me enfrenté a un libro que me obligaron a leer como un clásico pero que no fue escrito para serlo: «El guardián entre el centeno». Y sí, me cambió la vida. Un buen libro a una edad temprana, unos seis años después del suceso del trébol, me agitó por dentro y, tras ese gesto de cierre, tras el acabar agridulce, me dejó con los ojos abiertos durante más minutos de los que los párpados se habían atrevido a soportar hasta entonces. Y supe que uno podía sentir añoranza punzante por un objeto de papel. Y comprendí que un libro podía releerse y que esa acción era maravillosa y permitía, además de disfrutar, aprender.

En aquél instante no era consciente de a qué me estaba enfrentando. Había estudiado algo de literatura en la escuela, pero los libros recomendados habían pertenecido a colecciones infantiles o juveniles, como se suponía que debía ser. Además, era casi imposible cultivarse con nada enmarcado dentro del siglo XX. Hasta la universidad no supe lo que fueron las vanguardias o los escritores de post-guerra porque las materias se implantaban tanto en primaria como en secundaria por orden cronológico, y la época más actual siempre quedaba sacrificada porque el ritmo del curso no había permitido al profesor llegar hasta el final. Me harté de la Edad Media y del Renacimiento y luego… me topé con el síndrome de la nube en el cerebro que me impidió conectar la Historia con la Literatura, como si se tratase de entes independientes, sin comprender que una cosa sin la otra era un absurdo.  

Por tanto, me encontraba frente a una obra seria, de adultos, aunque aparentemente de adolescentes, y no tenía herramientas ni para situar debidamente al autor. El hábito de contextualizar me llegaría un puñado de años más tarde. Tampoco nadie me explicó que iba a leerme uno de los libros que había sido de los más prohibidos del mundo, al menos en el encuadre de su publicación. Y supe, a raíz de una tercera lectura, que también era el libro más leído en los institutos americanos. No sabía que detrás de tanta ironía se escondía una crítica profunda a la II Guerra Mundial. Ni me imaginaba lo difícil y transgresor que debía resultar el atreverse a escribir de aquella forma, con un arriesgado narrador protagonista, en primera persona, enfocado en un adolescente, que se expresa como tal: con ese vocabulario incendiario y provocativo, con tacos y vulgaridades, con fórmulas mal formuladas. Tampoco me di cuenta de que todo aquello sucedía en tan sólo tres días y que, con ese gesto, la magdalena de Proust ya no me parecería tan original cinco años después. Al leer al Guardian antes que a Swann, alteré mis acontecimientos.

Me limité a interpretar la novela tal y como se esperaba de mí: como adolescente que era, anhelando la libertad, rechazando la solitud y el aislamiento y admirando la rebeldía que se respiraba en sus páginas. Los episodios de amargura se me antojaron más llevaderos gracias al sentido del humor que ofrecían las continuas bromas de Holden. Era mi momento de la pérdida de inocencia y eso es lo que vi, a pesar de que a mí nunca me habían expulsado de la escuela, ni me iban mal los estudios, ni vivía en ninguna residencia de estudiantes, ni había sufrido la pérdida de seres queridos. Aún.


El guardián no me vigiló, sino que me abrió la puerta que otros libros no supieron y me dejó entrar. He vuelto a él cada vez que me he visto en una situación de crisis de lectura o escritura. Lo más curioso de todo es que esto que explico no es singular. Es una obra que ejerce poder. A lo largo de mi vida me he encontrado con otras personas, a mi entender con cierto criterio literario, que también han experimentado esa fascinación y que la han leído más de tres veces. Y eso, teniendo en consideración lo grande que es el universo de las buenas novelas, a parte del mérito, da un poco de repelús.

16 de juny 2016

Rosa y verde


¿Héroe o villano? El fútbol profesional te otorga o te arrebata un todo en un minuto.

Héroe.

Recuerdo los dos instantes de mi vida que me han hecho ser héroe.


Aquel 20 de mayo de 1992 en Wembley, el año glorioso de Barcelona. En un segundo se fabricó una sala del museo de mi equipo sólo para mí.

El balón rozaba mis pies, dudando. Dentro del área pensé: “estoy cerca de la portería”. Di un par de vueltas sobre mí mismo, queriendo controlar el esférico que parecía huirme. Llegué a hincar mis rodillas contra el césped en un intento torpe y aparatoso de no dejarlo ir, “no te vayas”, le supliqué. El balón me guiñó el ojo y tampoco quiso marcharse con los tres defensas contrincantes que me rodeaban, que me presionaban. Cuando divisé el palo y enfoqué la mirada hacia la camiseta de color rosa del portero que flexionaba sus rodillas, en un ademán de robustez, pero a la vez receloso, intentando adivinar cuál sería mi elección, pensé que no podía reaccionar de otro modo que no fuese golpeando el balón con todas mis fuerzas. Mi pierna temblaba pero, de nuevo, el balón no quiso irse con nadie más y se entregó a las mallas, danzando y giñándome el otro ojo. El vigilante de la portería se hizo muy pequeño.

Ganamos 1 a 0, y dicen, creo que con razón, que aquella copa de Europa cambió la historia de mi equipo. Hicimos historia. Yo y él. Él y yo. Voy a visitarlo, a menudo, a mi sala dedicada, ya no me guiña los ojos pero me recuerda que fue él, y no yo, quien quiso que yo fuese quien soy.

Coincidí con el portero de rosa dos años después, en Estados Unidos. Eran cuartos de final del Mundial y el azar nos enfrentó a Italia. Nada menos que Italia. Allí estaba él, de cancerbero titular, entonces vestido de verde. No se atrevió a mirarme, pero yo no podía parar de hacerlo, agradecido, compadecido. Ni me di cuenta de que pitaban el inicio. Buscaba a mi balón, pero aquél era otro, no era él, y tuve miedo de su reacción.

Mi compañero me colgó el otro balón desde nuestro campo que me botó allí mismo, en el balcón del área. Botaba y botaba. Botaba y yo sólo esperaba a que bajase, que me viniese a los pies, para poder golpearlo contra la portería. Estaba ansioso por repetir mi momento. Y allí estaba él, vigilando la portería, casi rozándome en los morros, en tensión. Cuando por fin el balón dio con el suelo, cerré los ojos y chuté mordido y raso, justo por debajo de su cadera. El portero voló en forma de estrella a tapar hueco. Reaccionó, sí, pero no pudo evitar contemplar cómo Wembley se reproducía. El balón entró lento, torpe, como a su aire, bromeando y haciéndome un favor.  Inmediatamente después el guardameta me clavó sus ojos incrédulos con violencia y se me desconectó, resentido.

"Siempre recordaré este gol, por mis compañeros, por mi entrenador, por mi país", apuntaron los diarios al día siguiente de haber eliminado a Italia. No recuerdo el pronunciar aquellas palabras, pero todos afirman que sí lo hice. El arquero abatido confesó en la rueda de prensa que al ver que me acercaba con el balón controlado, cerró los ojos y pensó que ya estaban eliminados. No rebatí su versión, pues era digna y creíble, pero sólo yo sé que no cerró los ojos. Titulares y más titulares que me convertían, otra vez, en héroe: "Podemos ser campeones del mundo”. Y lo fuimos. Eliminamos en semifinales a Bulgaria, y el 17 de julio de 1994, en los Ángeles, ganamos a Brasil. Nada menos que Brasil. Éramos defensivos, no éramos brillantes, pero éramos fuertes y ganamos.

Villano.

A veces intercambian algunas palabras por teléfono. Con los años han entablado una curiosa relación, casi de telegrama, que se reduce a un par de frases recelosas pronunciadas con el énfasis de quienes hablan del tiempo: "Tú me arruinaste la carrera" – le espeta el uno – “No, fuiste tú, que chutaste cerrando los ojos y el balón quiso venirse conmigo, fuese vestido de rosa o de verde” – le responde el otro -. Han llegado a pensar que la conversación, de tan gastada, huele a cenizas.

Esos días las tornas fueron así. Si el otro no hubiese parado aquellos dos goles y el uno hubiera tenido la fortuna del otro, ahora la bota del uno estaría en el museo y tendría toda una sala dedicada. ¿Héroe o villano?
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22 de maig 2016

Escasez


-         ¿Puedes verlo?

-          No. Desde esta ventana sólo veo una sala de espera.

-         ¿Puedes oírlo?

-         Tal vez, si permanezco en silencio, si casi no respiro, podría conseguir oír alguna paloma, en algún momento del día. Ahora me parece imposible.

-         ¿Y olerlo?

-         No se huele el amanecer.

-        Desde mi ventana sí puede olerse. Yo lo huelo. Huele a nuevo día, a churros con chocolate, a beicon y huevos, a café. Huele a sol y sombra.

-         Aquí sólo huele a sufrimiento.

Nadia sujetaba con fuerza el mango de la sartén mientras pensaba en Toni. Le echaba mucho de menos y ese fin de semana, por fin, podría combinárselo para ir a verle. Faltaban sólo dos días. Únicamente un puñado de horas difíciles de soportar. Era tal la impaciencia que la invadía, que había optado por ocuparse y no pensar, por cocinar, para después, congelar.

El sofrito sabía a soso. Pero no por ausencia de sal. Más bien por escasez de cebolla y eso, en ese preciso momento, no tenía arreglo. Después prepararía uno con más cebolla y ajo, más potente, que mezclaría con el primero para poder conseguir el equilibrio deseado.

El pequeño Carlos jugaba en su habitación con su álbum de cromos. Hacía poco que había aprendido a engancharlos con cierta precisión, y en eso estaba cuando su madre se le acercó para hablarle del fin de semana:

- Carlos, este sábado vamos a pasar el fin de semana con tus abuelos.

- ¿Otra vez? Allí me aburro mucho. ¿Me volverás a dejar solo con ellos?

- Serán sólo un par de horas. Luego te recogeré y podremos ir a donde tú quieras.

- ¿Cuándo va a volver papá? Le echo de menos.

- Está en el concurso de cocina que te dije, ya sabes que va muy bien de puntuación y es posible que gane. Así que, el hecho de que tarde tanto en volver, es una buena señal.

¿Cómo se le había podido ocurrir aquello del concurso? Era absurdo. Aún faltaban más de cinco semanas para su regreso, si todo iba bien, y ella no tenía nada más que inventarse ¡qué poco original! Pero decir la verdad no era una opción. Carlos ahora no se cuestionaba demasiado las cosas, pero más adelante seguro que recordaría las incongruencias.

Todo fue muy rápido. Una llamada alarmante de su cuñado informándola de lo ocurrido. Ella se marchó a buscar al abogado, que residía a 300 km. Fue a encontrarlo a altas horas de la madrugada. Altas e inciertas. Al niño lo dejó con su tía, a quien no dio explicaciones.

Nadie contestaba al teléfono. A las ocho de la mañana le devolvieron llamadas. Entonces ella hacía horas que aguardaba en un banco, en la calle, esperando a que alguien se dignara a dar señales, lejos de su casa, su hijo y su tranquilidad. Al verlo ella le interrogó:

- ¿Qué ha pasado? Dice la policía que se trata de una falta de notificación.

- Bien, su marido ha cometido una infracción que le notifiqué a la dirección que constaba en su expediente.

- Cambiamos de dirección el año pasado. Le enviamos un correo electrónico con nuestros nuevos datos. Además, estamos empadronados correctamente. Se supone que usted es nuestro abogado y que tiene acceso a toda clase de datos ¿no?

- No puedo hacer nada. Tiene que cumplir condena. Han sido muy tajantes al respecto.

- ¿De verdad? Ya le quitaron el permiso de conducir. Tuvo que examinarse de nuevo. Se demostró que aquella multa no procedía. No hubo daños y, ahora… ¿por una falta de notificación? ¡No me gustan las bromas!

- Nadia, lo siento mucho, tendrá que estar encerrado un breve periodo de tiempo, ya sabe, un par de meses, y después intentaremos ir a juicio.

-¡Cómo que “y después”! ¡Maldito! ¡No ves que no aguantará! ¡No es un delincuente, es alguien como tú y como yo, no puede estar ahí dentro!

Nadia, a las pocas semanas de lo sucedido, perdió su trabajo. Su jefe había argumentado su despido improcedente basándose en la reputación empresarial. “Nadia” -le dijo- “Una empresa como la mía no puede permitirse tener a su representante más emblemático con esa clase de problemas en casa, todo se sabe y puede repercutirme en grandes pérdidas”. Pero qué clase de persona era esa, justo en el momento en que necesitaba toda la ayuda posible. Ya habían despedido a Toni del restaurante. Con lo que le había costado conseguir un puesto como aquél en un estrella Michelin.

 - Sí cariño. Acabo de hablar con tu padre y el concurso va muy bien. Le van a dar el primer premio y cuando vuelva haremos una gran fiesta para celebrarlo. Ya verás.







Verònica P.Roldán